Gurdjieff y Pauwels: estado de alerta
- Juan Ramos
- Oct 14, 2017
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Mucho se habla y se investiga sobre dos peculiares estados de conciencia, como si éstos fueran los únicos dignos de ser analizados (y no por ello mejor entendidos); me refiero al sueño y a la vigilia. Después de aprender a caminar, el acto de gatear se vuelve innecesario, a menos que se desee enseñar a alguien a hacerlo. El pensamiento dicotómico es algo así como el gateo: una vez sacado el provecho de su uso, menester es comprender que la linea matemática llamada "vida" nos impele a dar ese siguiente paso y vivenciar, siquiera entrever, los estados de conciencia alterados que van más allá de la vigilia. Lamentablemente, el actual entendimiento de lo que la vigilia es, y por lo tanto, su actual significación (el decidir si camino y cuánto camino; decidir si levanto la mano derecha o la izquierda; si aprieto el pulgar o no; si me levanto de la silla o permanezco sentado. En suma: "el no estar dormido"), se ha tomado como el non plus ultra de la evolución, en su sentido darwinista. En su sentido abstracto, la verdadera vigilia, es decir, <la toma de conciencia de sí mismo>, o como simbólicamente se le ha llamado, <el despertar>, <el estar despierto>, nada tiene que ver con una función fisiológica: ésta es sólo la manifestación de aquella.
Una vez que la función fisiológica desaparece, <el que ha despertado>... permanece.
A continuación entresaco unos cuantos fragmentos que abordan, de forma muy bella para mí, el ternario sueño-vigilia-supraconciencia, esperando aliente en ustedes, lectores, el deseo de <despertar>... de veras.
I. — PALABRAS DE GURDJIEFF

«Para comprender la diferencia entre los estados de conciencia, es preciso que volvamos al primero, que es el sueño. Es éste un estado de conciencia totalmente subjetivo. El hombre queda sumido en sus sueños, y poco importa que conserve o no su recuerdo. Aun en el caso de que algunas impresiones reales lleguen hasta el durmiente, tales como sonidos, voces, calor, frío y sensaciones de su propio cuerpo, sólo provocan en él imágenes fantásticas. Después el hombre se despierta. A primera vista, es un estado de conciencia completamente distinto. Puede moverse, hablar con otras personas, hacer proyectos, ver los peligros, evitarlos, y así sucesivamente. Parece razonable pensar que se encuentra en una situación mejor que cuando estaba dormido. Pero, si calamos un poco más hondo, si arrojamos una mirada a su mundo interior, a sus pensamientos, a las causas de sus acciones, comprenderemos que se halla casi en el mismo estado de cuando dormía. Incluso peor, porque, durante el sueño, permanece pasivo, lo que equivale a decir que no puede hacer nada. Por el contrario, en el estado de vigilia puede actuar continuamente, y el resultado de sus acciones repercutirá sobre él y sobre los que le rodean. Sin embargo, no se acuerda de sí mismo. Es una máquina, todo le viene de fuera. No puede detener la corriente de sus ideas, no puede dominar su imaginación, sus emociones, su atención. Vive en el mundo subjetivo del "yo amo", "yo no amo", "esto me gusta", "esto me disgusta", "deseo" "no deseo", es decir, en un mundo hecho de lo que cree amar o no amar, desear o no desear. No ve el mundo real. Se lo oculta el muro de su imaginación. Vive en el sueño. Duerme. Y lo que llama su "conciencia lúcida" no es más que sueño... y un sueño mucho más peligroso que el de la noche, en su lecho.
»Consideremos algunos acontecimientos de la vida de la Humanidad. Por ejemplo, la guerra. En este momento hay guerra. ¿Qué quiere decir esto? Significa que muchos millones de durmientes se esfuerzan en destruir a muchos millones de durmientes. Cosa que no harían, naturalmente, si despertaran. Todo lo que ocurre actualmente es debido a aquel sueño.
»Estos dos estados de conciencia, sueño y vigilia, son igualmente subjetivos. Sólo empezando a acordarse de sí mismo puede el hombre realmente despertar. Entonces, toda la vida toma a su alrededor un sentido diferente. La ve como una vida de gente dormida, una vida de sueño. Todo lo que dice la gente, todo lo que hace, lo dice y lo hace en sueños. Nada de ello puede tener, pues, el menor valor. Sólo el despertar y lo que conduce al despertar tiene un valor real.
»¿Cuántas veces me habéis preguntado si sería posible evitar las guerras? Ciertamente, sería posible. Bastaría con que la gente despertase. Esto parece ser muy poca cosa. Por el contrario, nada hay más difícil, puesto que el sueño es provocado y mantenido por toda la vida ambiente, por todas las condiciones del ambiente.

»¿Cómo despertar? ¿Cómo librarnos de aquel sueño? Estas preguntas son las más importantes, las más vitales que puede formularse un hombre. Pero, antes de hacérselas, deberá convencerse del hecho mismo de su sueño. Y no le será posible convencerse más que tratando de despertarse. Cuando haya comprendido que no se acuerda de sí mismo y que el recuerdo de sí mismo significa un despertar hasta cierto punto, y cuando haya visto por experiencia lo difícil que es acordarse de sí mismo, comprenderá que el deseo de despertar no basta para lograrlo. Hablando con mayor rigor, diremos que un hombre no puede despertarse por sí mismo. Pero, si veinte hombres convienen en que el primero de ellos que lo haga despertará a los demás, tienen ya una posibilidad de conseguirlo. Sin embargo, incluso esto es insuficiente, porque los veinte hombres pueden dormirse al mismo tiempo y soñar que se despiertan. Por consiguiente, no basta. Se necesita más. Los veinte hombres deben estar vigilados por otro hombre que no esté dormido o que no se duerma tan fácilmente como los demás, o que se duerma conscientemente cuando sea posible, cuando no pueda resultar de ello ningún mal para él ni para los otros. Deben encontrar a este hombre y contratarle para que les despierte e impida que vuelvan a caer en el sueño. Sin esto, es imposible despertar.
»Es posible pensar durante un millar de años, es posible escribir bibliotecas enteras, inventar millones de teorías, y todo esto en pleno sueño, sin ninguna posibilidad de despertar. Por el contrario, estas teorías y estos libros escritos o fabricados por los durmientes, tendrán por único efecto arrastrar al sueño a otros hombres, y así sucesivamente.

»No hay nada nuevo en la idea de sueño. Casi desde la creación del mundo, se ha dicho a los hombres que estaban dormidos y que debían despertar. Cuántas veces por ejemplo, leemos en el Evangelio: "Despertaos", "velad", "no os durmáis". Incluso los discípulos de Cristo dormían en el huerto de Getsemaní, mientras su Maestro oraba por última vez. Con esto queda dicho todo. Pero, ¿lo comprenden los hombres? Lo toman por una figura retórica, por una metáfora. No ven en absoluto que hay que tomarlo al pie de la letra. Y aun en esto es fácil comprender la razón. Tendrían que despertar un poco, o al menos intentarlo. Hablo en serio cuando digo que a menudo me han preguntado por qué los Evangelios no hablan jamás del sueño... Y éste se cita en todas sus páginas. Lo cual demuestra sencillamente que la gente lee el Evangelio durmiendo.
»En términos generales, ¿qué hace falta para despertar a un hombre dormido? Se precisa una buena impresión. Pero, cuando el sueño es profundo, una sola impresión no es bastante. Se requiere un largo período de impresiones incesantes. Por consiguiente, se necesita alguien que las produzca. Ya he dicho que el hombre deseoso de despertar debe contratar a un ayudante que se encargue de sacudirle durante largo tiempo. Pero, ¿a quién puede contratar, si todo el mundo duerme? Toma a alguien para que le despierte, y éste a su vez se queda dormido. ¿Cuál puede ser su utilidad? En cuanto al hombre capaz de mantenerse realmente despierto, probablemente se negará a perder su tiempo despertando a los otros: puede tener otros trabajos mucho más importantes para él.
»También existe la posibilidad de despertarse por medios mecánicos. Se puede emplear un despertador. Lo malo es que uno se acostumbra pronto a los despertadores, de varios sonidos. El hombre debe rodearse materialmente de despertadores que le impidan dormir. Y todavía en esto existen dificultades. El despertador debe ser montado; para ello es indispensable acordarse de él; para acordarse de él, es preciso despertar. Pero he aquí lo peor: el hombre se acostumbra a todos los despertadores, y, al cabo de algún tiempo, aún duerme con ellos. Por consiguiente, hay que cambiar continuamente los despertadores, inventar otros nuevos. Con el tiempo, esto puede ayudar al hombre a despertar. Ahora bien, existen muy pocas probabilidades de que realice todo este trabajo de inventar, de montar y de cambiar todos los despertadores por sí mismo, sin ayuda exterior. Es mucho más probable que, comenzado su trabajo, no tarde en dormirse, y que, en su sueño, sueñe que inventa despertadores, que los monta y que los cambia... y, como ya he dicho, con ello dormirá aún mejor.
»Luego, para despertar, se requiere todo un conjunto de esfuerzos. Es indispensable que haya alguien que despierte al durmiente; es indispensable que haya alguien que vigile al encargado de despertarle; tiene que haber despertadores, y hay que inventar constantemente otros nuevos.

»Pero, para llevar a buen término esta empresa y obtener resultados de ella, varias personas deben trabajar juntas.
»Un hombre solo, nada puede hacer.
»Antes que nada, tiene necesidad de ayuda. Un hombre solo no puede tener un ayudante. Los que son capaces de ayudar valoran su tiempo a muy alto precio. Naturalmente, prefieren ayudar a veinte o treinta personas deseosas de despertar, que a una sola. Además, como ya he dicho, el hombre puede muy bien equivocarse sobre su despertador, tomar por vigilia lo que no es más que un nuevo sueño. Si varias personas deciden luchar juntas contra el sueño, se despertarán mutuamente. A menudo ocurrirá que veinte de ellas dormirán, pero la veintiuno se despertará y despertará a las otras. Lo mismo puede decirse de los despertadores. Un hombre inventará un despertador, otro hombre inventará otro, después de lo cual podrán hacer un intercambio. Todos juntos pueden prestarse una gran ayuda, y, sin esta ayuda mutua, ninguno de ellos puede lograr nada.
»Así, pues, el hombre que quiere despertar debe buscar otras personas que quieran lo mismo, con el fin de trabajar junto a ellas. Pero esto cuesta menos de decir que de hacer, porque la puesta en marcha de tal labor y su organización requieren un conocimiento que el hombre corriente no posee. Tiene que organizarse el trabajo, y tiene que haber un jefe. Sin estas condiciones, el trabajo no puede dar los resultados apetecidos, y todos los esfuerzos serán en vano. La gente podrá torturarse; pero estas torturas no la despertarán. Nada parece más difícil de comprender por. ciertas personas. Pueden ser capaces de grandes esfuerzos por sí mismas y por propia iniciativa, pero nada es capaz de persuadirlas de que sus primeros sacrificios deben consistir en obedecer a otra persona.
»No quieren reconocer que todos sus sacrificios, en este caso, no sirven para nada.
»El trabajo debe ser organizado. Y sólo puede serlo por un hombre que conozca sus problemas y sus fines, que conozca sus métodos, por haber pasado él mismo, en su tiempo, por tal trabajo organizado.»
(Estas palabras de Gurdjieff han sido transcritas en la obra de P. D. Ouspensky, Fragmentos de una enseñanza desconocida, Ed. Hachette, 1977).
II. — MIS PRINCIPIOS EN LA ESCUELA DE GURDJIEFF

«Tome un reloj —nos decía— y contemple la saeta larga, procurando conservar la percepción de sí mismo y de concentrarse en la idea: "Yo soy Louis Pauwels y estoy aquí en este momento." Procure no pensar más que esto; siga sencillamente el movimiento de la saeta larga conservando la conciencia de sí mismo, de su nombre, de su existencia y del lugar en que se encuentra.
»Al principio, esto parece sencillo e incluso un poco ridículo. Naturalmente, puedo conservar presente en mi espíritu la idea de que me llamo Louis Pauwels y de que estoy aquí, en este momento, mirando cómo se desplaza muy lentamente la saeta grande de mi reloj. Pero no tardo en darme cuenta de que esta idea no permanece mucho tiempo inmóvil en mí, que toma mis formas y que se desliza en todos los sentidos, como los objetos que pinta Salvador Dalí, transformados en barro movedizo. Pero, aun así, debo reconocer que no me piden que mantenga viva y fija una idea, sino una percepción. No me piden únicamente que piense que soy, sino que lo sepa, que tenga de este hecho un conocimiento absoluto. Ahora bien, siento que esto es posible y que podría producirse en mí, aportándome algo nuevo e importante. Descubro que mil pensamientos o sombras de pensamientos, mil sensaciones, imágenes y asociaciones de ideas totalmente ajenas al objeto de mi esfuerzo me asaltan sin cesar y me apartan de este esfuerzo. A veces, es la saeta la que capta toda mi atención, y, mirándola, me pierdo de vista. Otras veces, es mi cuerpo, una crispación de la pierna, un pequeño movimiento en el vientre, lo que me aparta de la saeta del reloj al propio tiempo que de mí mismo.
»Otras, creo haber detenido mi pequeño cine interior, eliminado el mundo exterior, sólo para acabar dándome cuenta de que acabo de sumirme en una especie de sueño en que la saeta ha desaparecido, en que yo mismo he desaparecido, y durante el cual siguen trenzándose unas en otras las imágenes, las sensaciones, las ideas, como detrás de un velo, como en un sueño que se despliega por su propia cuenta mientras yo duermo. Y otras, en fin, en una fracción de segundo, me encuentro contemplando la saeta, y soy yo totalmente, plenamente. Pero, en la misma fracción de segundo me felicito de haberlo logrado; mi espíritu, si puedo decirlo así, aplaude, e inmediatamente mi inteligencia, al captar el éxito para alegrarse de él, lo compromete irremediablemente. En fin, que, despechado y más aún agotado, abandono el experimento precipitadamente, porque me parece que acabo de verme privado de aire hasta el extremo de mi resistencia. ¡Cuan largo me ha parecido! Sin embargo, no han transcurrido mucho más de dos minutos, y, en dos minutos, no he tenido una verdadera percepción de mí mismo más que en tres o cuatro imperceptibles relámpagos.

»Debía, pues, admitir que casi nunca llegamos a tener conciencia de nosotros mismos, y que casi nunca tenemos conciencia de la dificultad de ser conscientes.
»El estado de conciencia —nos decían— es, ante todo, el estado del hombre que sabe por fin que casi nunca es consciente y que, de esta manera, aprende poco a poco a conocer los obstáculos que, dentro de sí mismo, se oponen a su esfuerzo. A la luz de este pequeñísimo ejercicio, sabéis ahora que un hombre puede, por ejemplo, leer un libro, aprobarlo, aburrirse, protestar o entusiasmarse sin tener un solo segundo la conciencia de que es, y sin que, por tanto, nada de lo que lee se dirija verdaderamente a él mismo. Su lectura es un sueño que se suma a sus propios sueños, un discurrir en la perpetua corriente de la inconsciencia: Pues nuestra conciencia verdadera puede estar —y está casi siempre— completamente ausente de cuanto hacemos, pensamos, queremos o imaginamos.
»Entonces comprendo que hay muy poca diferencia entre el estado en que nos hallamos durante el sueño y el de vigilia ordinaria, cuando hablamos, obramos, etcétera. Nuestros sueños se han hecho invisibles, como las estrellas cuando se levanta el día, pero están presentes, y seguimos viviendo bajo su influencia. Hemos adquirido sólo, al despertar, una actitud crítica frente a nuestras propias sensaciones, pensamientos mejor coordinados, acciones más disciplinadas, más vivacidad de impresión, de sentimientos, de deseos: pero seguimos estando en la no conciencia. No se trata del verdadero despertar, sino del «soñar despierto», y en este estado de «sueño despierto» se desarrolla casi toda nuestra vida. Nos enseñaban que era posible despertar del todo, adquirir el estado de conciencia de sí mismo.

»En este estado, según había podido entrever en el curso del ejercicio del reloj, podía tener un conocimiento objetivo del funcionamiento de mi pensamiento, del desarrollo de las imágenes, de las ideas, de las sensaciones, de los sentimientos y de los deseos. En este estado, podía intentar hacer un esfuerzo real para examinar, detener de vez en cuando, y modificar aquel desarrollo. Y este esfuerzo mismo —me decía— creaba en mí una cierta subsistencia. Este esfuerzo no me llevaba a esto o a aquello. Bastaba con que fuese para que se creara y se acumulara en mí la sustancia misma de mi ser. Me habían dicho que, al poseer un ser fijo, podría alcanzar la «conciencia objetiva», y que entonces me sería posible tener, no sólo de mí mismo, sino de los otros hombres, de las cosas y del mundo entero, un conocimiento totalmente objetivo, un conocimiento absoluto.»
(Estos párrafos de Pauwels han sido sido tomados de su obra Gurdjieff, Ed. Hachette, 1965. Traducción de Elena G. de Blanco González).
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