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John Buchan: la central de energía

  • Juan Ramos
  • Oct 6, 2017
  • 7 min read

En estos momentos en que "el gobierno secreto" y "el control masivo de las masas" dejaron los lindes de la sciencie-fiction para formar filas en la trémola realidad, la obra del historiador, político y novelista escocés resuena, con sus nocturninos trinos, en los actuales tiempos donde <tomamos nuestro castillo de naipes por la fortaleza del Universo.>

FRAGMENTO DE LA OBRA

"The Power-House",

de John Buchan

1916


«—Ciertamente, en la civilización hay numerosas piedras angulares —dije— cuya destrucción acarrearía el derrumbamiento de aquélla. Pero las piedras angula­res aguantan bien.

»—No tanto... Piense que la fragilidad de la máqui­na aumenta cada día. A medida que la vida se complica, el mecanismo se hace más intrincado y, por ello, más vulnerable. Sus llamadas sanciones se multiplican de un modo tan desmesurado, que pierden aisladamente en seguridad. Durante los siglos de oscurantismo, había una sola gran potencia: el temor de Dios y de su Iglesia. Hoy en día, tienen ustedes una multitud de pequeñas divinidades, igualmente delicadas y frágiles, cuya única fuerza proviene de nuestro consentimiento tácito en no discutirlas.

»—Olvida usted una cosa —repliqué—, y es el he­cho de que los hombres están, en realidad, de acuerdo en mantener la máquina en marcha. Esto es lo que lla­mé hace un momento "buena voluntad".

»—Ha puesto usted el dedo en el único punto im­portante. La civilización es una conjuración. ¿De qué les serviría su Policía si cada criminal encontrase asilo al otro lado del estrecho, o sus salas de Justicia si otros tribunales no reconocieran sus decisiones? La vida mo­derna es el pacto no formulado de los poseedores para el mantenimiento de sus pretensiones. Y este pacto será eficaz hasta el día en que se celebre otro para des­pojarles.

»—No discutamos lo indiscutible —dije—. Pero yo me imaginaba que el interés general obligaba a los espíritus mejores a participar en esto que llama usted conspiración.

»—Lo ignoro —dijo, con lentitud—. ¿Son real­mente los espíritus mejores los que actúan a favor del pacto? Vea la conducta del Gobierno. A fin de cuentas, estamos dirigidos por aficionados y personas de segun­do orden. Los métodos de nuestras administraciones llevarían a la quiebra a cualquier empresa particular. Los métodos del Parlamento (discúlpeme) avergonza­rían a cualquier junta de accionistas. Nuestros dirigen­tes simulan adquirir el saber por la experiencia, pero es­tán lejos de ponerle el precio que pagaría un hombre de negocios, y, cuando lo adquieren, no tienen el valor de aplicarlo. ¿Cree que tiene algún atractivo, para un hombre genial, el vender su cerebro a nuestros malos gobernantes?

»Y, sin embargo, el saber es la única fuerza... ahora y siempre. Un pequeño dispositivo mecánico será ca­paz de hundir flotas enteras. Una nueva combinación química transformará todas las reglas de la guerra. Lo mismo puede decirse del comercio. Bastarán algunas modificaciones ínfimas para poner a Gran Bretaña al nivel de la República del Ecuador, o para dar a China la llave de la riqueza mundial. Y, mientras tanto, no que­remos pensar en que estos altibajos sean posibles. To­mamos nuestro castillo de naipes por la fortaleza del Universo.

»Jamás he tenido el don de la palabra, pero lo admiro en los demás. Los discursos de este género producen un hechizo malsano, una especie de embriaguez, de la que uno casi se avergüenza. Me sentía interesado, y más que a medias seducido.

»—Pero, veamos —le dije—, el primer cuidado de un inventor es publicar su invento. Como aspira a los honores y a la gloria, quiere hacerse pagar su invención. Esta se convierte en parte integrante del saber mundial, y todo el resto de éste se modifica en consecuencia. Es lo que ha pasado con la electricidad. Llama usted máquina a nuestra civilización, pero ésta es mucho más sutil que una máquina. Posee la facultad de adaptación del orga­nismo viviente.

»—Lo que dice usted sería cierto si el nuevo cono­cimiento se convirtiese realmente en propiedad de todos. Pero, ¿ocurre así? De vez en cuando leo en las gacetas que un sabio eminente ha hecho un gran descubrimiento. El hombre da cuenta a la Academia de Ciencias, se publican artículos de fondo sobre él invento, y la fotografía de aquél aparece en los periódicos. El peligro no proviene de este hombre. No es más que un engranaje de la máquina, un adherido al pacto. Pero los que cuentan son los hombres que se mantienen fuera de éste, los artistas del descubrimiento que sólo emplearán su ciencia en el momento en que puedan hacerlo con el máximo efecto. Créame, los espíritus más grandes es­tán al margen de la llamada civilización.

»Pareció vacilar un instante, y prosiguió:

»—Habrá personas que le dirán que los submarinos han suprimido ya al acorazado y que la conquista del aire ha anulado el dominio de los mares. Los pesimistas, al menos, así lo afirman. Pero, ¿cree usted que la ciencia ha dicho ya su última palabra con nuestros groseros submarinos y nuestros frágiles aeroplanos?

»—No dudo de que se perfeccionarán —dije—, pero los medios de defensa progresarán paralelamente.

»Movió la cabeza.

»—Es poco probable. De ahora en adelante, el sa­ber que permite realizar los grandes ingenios de des­trucción rebasa en mucho a las posibilidades defensi­vas. Usted ve simplemente las creaciones de la gente de segundo orden que tiene prisa en conquistar la rique­za y la gloria. El verdadero saber, el saber temible, si­gue manteniéndose secreto. Pero, créame, amigo mío, existe.

»Se calló un instante, y vi el ligero contorno del humo de su cigarrillo perfilándose en la oscuridad. Después citó varios ejemplos, pausadamente, como si temiera ir demasiado lejos.

»Estos ejemplos fueron para mí la voz de alerta. Eran de diferentes clases: una gran catástrofe, una rup­tura súbita entre dos pueblos, una plaga que destruía una cosecha vital, una guerra, una epidemia. No los re­petiré. Entonces no creí en ello, y hoy creo todavía me­nos. Pero eran terriblemente chocantes, expuestos con su voz tranquila, en aquella pieza oscura, en la sombría noche de junio. Si estaba en lo cierto, aquellas calami­dades no eran obra de la Naturaleza o de la casualidad, sino más bien el producto de un arte. Las inteligencias anónimas a que se refería, y que realizaban una labor subterránea, revelaban de vez en cuando su fuerza me­diante una manifestación catastrófica. Me negaba a creerle, pero, mientras exponía sus ejemplos, mostran­do el desarrollo del juego con singular claridad, no pude pronunciar una palabra de protesta.» Al fin, recobré el habla.

»—Lo que usted describe es el anarquismo. Y, sin embargo, no conduce a ninguna parte. ¿A qué móvil obedecerían estas inteligencias?» Se echó a reír.

»—¿Cómo quiere que yo lo sepa? Yo no soy más que un modesto buscador, y mis investigaciones me proporcionan curiosos documentos. Pero no podría precisarle los motivos. Veo solamente que existen grandes inteligencias antisociales. Digamos que des­confían de la máquina. A menos que no sean idealistas empeñados en crear un mundo nuevo, o simplemente artistas que aman por sí mismos a la verdad. Si tuviese que formular una hipótesis, diría que han sido necesa­rias estas dos últimas clases de individuos para obtener resultados, pues los segundos logran el conocimiento, y los primeros tienen la voluntad de emplearlo.

»Un recuerdo acudió a mi memoria. Estaba en las alturas del Tirol en un prado soleado. Allí me encon­traba almorzando, entre campos floridos y al norte de un torrente saltarín, después de haber pasado la maña­na escalando las blancas vertientes. Había encontrado en el camino a un alemán, un hombrecillo con aires de profesor, que me hizo el honor de compartir conmigo mis bocadillos. Hablaba con desenvoltura un defectuo­so inglés, y era discípulo de Nietzsche y ardiente ene­migo del orden establecido.

»—Lo malo es —exclamó— que los reformadores no saben nada, y que los que saben algo son demasiado perezosos para intentar las reformas. Pero llegará un día en que se unirán el saber y la voluntad, y entonces progresará el mundo.

»—Está pintando usted un cuadro terrible —repli­qué—. Pero, si estas inteligencias antisociales son tan poderosas, ¿por qué hacen tan poco? Un vulgar agente de Policía, amparado por la Máquina, puede muy bien burlarse de la mayoría de las tentativas anarquistas.

»—Exactamente —respondió—, y la civilización saldrá triunfante hasta que sus adversarios aprendan de ella misma la importancia de la Máquina. El pacto debe durar hasta que haya un anticipo. Vea los procedimien­tos de esta idiotez que ahora llaman nihilismo o anar­quía. Algunos vagos analfabetos lanzan un reto al mundo desde el fondo de un tugurio parisiense, y al cabo de ocho días están en la cárcel. En Ginebra, una docena de "intelectuales" rusos exaltados conspiran para derribar a los Romanov, y la Policía de Europa se les echa encima. Todos los Gobiernos y sus poco inteligentes fuer­zas policíacas se dan la mano y, en un abrir y cerrar de ojos, ¡adiós conspiradores! Porque la civilización sabe utilizar las energías de que dispone, mientras que las infinitas posibilidades de los no oficiales se van en huma­reda. La civilización triunfa porque es una liga mundial; sus enemigos fracasan porque no son más que una capillita. Pero suponga...

»Se calló de nuevo y se levantó del sillón. Acercán­dose al interruptor, inundó la sala de luz. Deslum­brado, alcé los ojos hacia mi huésped y vi que me son­reía amablemente, con toda la gentileza de un viejo gentleman.

»—Me gustaría oír el final de sus profecías —decla­ré—. Decía usted...

»—Decía esto: suponga a la anarquía instruida por la civilización y convertida en internacional. ¡Oh, no me refiero a esas bandas de borricos que se titulan con gran alharaca "Unión Internacional de Trabajadores" y otras estupideces por el estilo! Quiero decir que se in­ternacionalice la verdadera sustancia pensante del mun­do. Suponga que las mallas del cordón civilizado se en­cuentren entrelazadas con otras mallas que constituyen una cadena mucho más poderosa. La Tierra está rebo­sante de energías incoherentes y de inteligencia desorganizada. ¿Ha pensado alguna vez en el caso de China? Encierra millones de cerebros pensantes que se ahogan en actividades ilusorias. No tienen dirección, ni energía conductora, de modo que el resultado de sus esfuerzos es igual a cero y el mundo entero se burla de China. Europa le arroja de vez en cuando un préstamo de al­gunos millones, y ella, en justa correspondencia, se encomienda cínicamente a las oraciones de la cristiandad. Pero suponga usted...

»—Es una perspectiva atroz —exclamé— y, a Dios gracias, no la creo realizable. Destruir por destruir constituye una idea demasiado estéril para tentar a un nuevo Napoleón, y nada pueden hacer ustedes sin te­ner uno.

»—No sería en absoluto destrucción —replicó sua­vemente—. Llamemos iconoclastia a esta abolición de las fórmulas que siempre ha unido a una multitud de idealistas. Y no hace falta un Napoleón para realizarla. Sólo se necesita una dirección que podría venir de hombres mucho menos dotados que Napoleón. En una palabra, bastaría con una Central de Energía para inau­gurar la era de los milagros.»

 
 
 

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